sábado, 1 de agosto de 2009

La narración imposible: divagaciones sobre "El lugar del cuerpo" de Rodrigo Hasbún

…en realidad detesto los epígrafes, las citas gratuitas.

La erudición es un disfraz de la mediocridad

R. Hasbún. El lugar del cuerpo


Acabo de terminar de leer la recién publicada novela de Rodrigo Hasbun: El lugar del cuerpo. Un no sé qué, una desolación sin forma, una tristeza indeterminada: son algunas palabras para describir esa primera sensación inefable que queda cuando la ficción acaba. Tal vez haya que empezar preguntándose: ¿qué es esa inefabilidad? ¿qué hay detrás de ella? ¿hay algo detrás de ella? Entonces, es preciso comenzar por el comienzo y afinar las preguntas (que son siempre obscenas, Zizek dix it). ¿Cuál es el lugar del cuerpo en esta obra? Pues, si resulta tan urgente responder, nos apresuraremos a decir que el lugar del cuerpo que Hasbun nos dibuja es el lugar de una imposibilidad, o mucho mejor, el lugar de la imposibilidad. Por lo tanto, de lo que se trata es de la narrativización de una experiencia, de la experiencia de la imposibilidad. Lo que ahora nos proponemos es explicarnos esa primera sensación y por lo tanto cabe disculparse por adelantado del poco uso de citas que se hará. Se trata sobre todo de una lectura/escritura inmediata que quiere apresar y darle forma a un espectro (¿acaso eso es posible?) antes que escape.

La totalidad de la narración gira alrededor de Elena, escritora consumada. Es cierto que todas las formas de arte siempre tienden a la autoreflexión y esta no es la excepción; es decir, haciendo un salto fuera del ámbito textual, tenemos a un escritor (Hasbun) que escribe sobre la escritura de otra escritora (Elena). Y ¿cómo comprobar si la intención de Hasbun fue exitosa? Basta con citar una afirmación de Elena: lo que sucede a nuestro alrededor… es como si fuera falso, un simulacro (96). Se trata precisamente de aquello que Cortázar llama del sentimiento de no estar del todo que es constitutivo de todo escritor/a (al menos eso se sospecha). Este sentimiento representa el inminente advenimiento del prefijo meta a toda experiencia de vida. La etapa previa es la ingenuidad o lo que Cortázar llama la ingenuidad realista. Sin embargo, este sentimiento de extrañamiento jamás es estacionario. Nadie podría sostener semejante tensión sin deshacerse en un ataque de nervios, tal cual le sucede a Elena. Entonces, ante el horizonte de un abismo resulta necesaria la toma de posición, de una perspectiva personal. Las opciones extremas son dos: adoptar esta puesta entre paréntesis como una nostalgia o como un juego (la seducción tal cual la concibe Baudrillard). No es necesario responder cuál de estas dos posturas adopta Elena. La añoranza representa siempre el lugar de un vacío, es decir, es siempre añoranza por una verdad, por lo Real. Se trata siempre de la añoranza, recuperando esa hermosa metáfora de Marx, de un espectro. Y ¿qué es un espectro? Junto con Derrida[1] podemos hacernos una idea al respecto: es aquello que no está ni vivo, ni muerto. El espectro es el asedio inevitable, en este caso, de una nostalgia. He aquí una segunda tensión (la primera tenía que ver con la relación de Elena con su entorno). El asedio del espectro plantea siempre una tensión paradójica pues lo único que se puede hacer ante él es conjurarlo, por lo tanto, el rechazo y la atracción condensados en un solo gesto. Luego, si aceptamos que la escritura es sobre todo gesto, es decir, un hacer, podríamos suponer que la vocación literaria de Elena es el hacer que adopta ante esta espantosa aparición. Elena, durante toda su carrera literaria, pretende rechazar a su fantasma, que en su caso no es otro que el de las relaciones incestuosas con su hermano. Ahora podemos comprender que no resulta gratuito que justamente la apertura de la novela empiece con este asunto y finalice con el postrero encuentro de Elena con su hermano, ya siendo ambos adultos. Elena, en un principio, pretende evadir el asedio de este recuerdo pero al final cae en cuenta de que no se puede matar a los muertos ni dejar que ellos entierren a sus propios muertos. Sin embargo, ella sigue evitando hasta el final escribir sobre este tema.

J. Derrida nos sigue enseñando sobre el espectro y resulta muy sugestivo rescatar una observación al respecto: el lugar de encuentro de los espectros por excelencia es siempre el cuerpo. Recordemos la siguiente reflexión de Elena, ya siendo anciana: El sexo, después de la muerte, es lo más importante (83). ¿Qué sentido hay en esta afirmación? Puesto que de sentidos ya se ha dicho mucho, lo mejor sería quedarnos en el marco de lo que ya dicho y articular una respuesta más modesta. Siguiendo con la metáfora del espectro, se puede suponer que el sexo es para Elena el único espacio en el que aun puede dialogar con sus fantasmas, con sus propias ficciones. Sin embargo, hay algo mucho más importante al respecto. Haciendo caso omiso a la jerarquía de valores de Elena, quedémonos con la analogía sexo/muerte. La relación es evidente. ¿Qué es el orgasmo sino un simulacro de la muerte, una experiencia de muerte antes de la última de las muertes? Otra vez surge el asunto del fingimiento, de la ficción. ¿Hay que considerar a Elena como una pobre soñadora que no puede sostener su realidad y utiliza a la escritura como un medio de fuga? Este es un lugar común de aquella mirada que antes hemos nombrado la ingenuidad realista. Al respecto, tal vez una de las lecciones más importantes (al menos en el ámbito del arte) de Lacan (a través de Zizek[2], por supuesto) es haber descrito mecanismo de la ficción bajo un nuevo enfoque. Una lectura ingenua siempre ha querido leer este concepto como un mero fingimiento, o como Vargas Llosa dijo alguna vez, como el arte de mentir. Zizek nos propone una nueva lectura: el procedimiento de la ficción no es la mentira, sino que miente que miente. Es decir, el momento en que nos tomemos plenamente en serio a la ficción, ella dejaría de funcionar, el lector dejaría de leer y el escritor dejaría de escribir. Y… ¿qué tiene que ver esto con Elena? Pues todo. Repitamos otra vez: lo que sucede a nuestro alrededor… es como si fuera falso, un simulacro (96). Por lo tanto, si hay algo falso necesariamente tiene que haber algo verdadero y he ahí la fuente de la angustia de Elena, de su insatisfacción. Elena construye su obra ficcional para cubrir ese Real, esa verdad que de poder verla de frente le causaría un hiperbólico espanto y se le escaparía el ajayu. Sin embargo, siguiendo a Zizek y Lacan, detrás de esa ficción no hay nada, sólo un vacío, lo Real inefable. Entonces, la única verdad de Elena es su obra ficcional. La distancia irónica que Elena traza entre ella y su vocación literaria no es más que un falso simulacro.

Finalmente, abstrayendo todos los sucesos de la novela, podríamos quedarnos con dos gestos constitutivos: la escritura y el sexo. El anterior párrafo ha dejado en claro cuán constitutiva es la escritura para Elena: a la vez que la daña le da un sentido de vida. Lo mismo sucede con el sexo. Si Elena evita sistemáticamente mencionar sus relaciones incestuosas en el grueso de su obra es porque esta paradoja funciona sobre todo en sus relaciones sexuales. Si no, léase el siguiente extracto, que lo dice todo: Cumpleaños de Pablo (hermano de Elena). Me emborracho y culeo en su nombre pero no lo llamo (103) . Otra vez la imposibilidad: aquello que nos destruye a la vez nos constituye. El desplazamiento de este nudo hacia a la escritura de Elena sucede en su vejez, puesto que ya en esta etapa el sexo para ella ha perdido toda consistencia. En última instancia, no importa demasiado si en verdad Elena tuvo relaciones incestuosas con su hermano o sólo fue un producto de su imaginación. Este suceso, que abre y cierra la novela, es necesariamente el motor de toda la narración y sin la imposibilidad que plantea jamás Elena podría haber escrito una línea; es más, jamás se podría haber escrito a Elena.

Cerremos este comentario con una breve reflexión sobre la novela en general. Pensamos que ante esa fabulosa cosa llamada novela, a pesar de Barthes, toda escritura crítica no puede ser más que una escritura floja, haragana. La novela es por excelencia un monumento de la voluntad. No en vano Xavier Velasco dice que los cobardes jamás escriben novelas. Seguiremos esperando mucho más de la ferocidad de Rodrigo Hasbún.




[1] Derrida, Jacques. Espectros de Marx. Madrid: Editorial Trotta, 1995.

[2] Zizek, Slavoj. El sublime objeto de la ideología. Argentina: Siglo XXI, 2003.

1 comentarios:

Unknown dijo...

Me gustó tu ensayo! Felicidades!
Hasbún es traumante, me encanta...

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